Los estudios son concluyentes: si no hay medidas contundentes en el plano redistributivo, la transición ecológica generará más pobreza y desigualdad. Y, sin embargo, los colectivos vulnerables apenas tienen voz en este proceso
Ya sabemos que se acerca un invierno difícil, un invierno en el que, más que nunca, tendremos que controlar el termostato. Pero para algunas personas será más difícil que para otras. De hecho, para muchas personas los inviernos siempre han sido difíciles. El acceso a la energía, cuando las rentas son escasas, se vuelve inalcanzable. Esta ramificación de la escasez es esa pobreza energética que convive con otras pobrezas, como la alimentaria, la sanitaria o la cultural. Para estas personas que viven en situación de máxima vulnerabilidad económica y social, nuestras explicaciones sobre guerras internacionales, geoestrategias políticas o emergencias climáticas suenan lejanas y huecas.
Sus preocupaciones son mucho más inmediatas: la supervivencia. "Controlo las luces que están encendidas en casa y me ducho prácticamente todo el año con agua fría"; "Voy andando a todos los sitios, no me puedo ni pagar el transporte público", "Lo peor es el acceso a la vivienda, es muy difícil que te concedan una vivienda social", son algunas de las opiniones de las 116 personas que han participado en España en los 10 grupos focales realizados en diferentes localidades españolas, tanto en el ámbito urbano como rural, dentro del proyecto Fair Energy Transition for All (FETA). Esta iniciativa se ha desarrollado en nueve países europeos y nace con el objetivo de escuchar y visibilizar las opiniones de los colectivos más vulnerables respecto al cambio climático y a las políticas que se están implementando al respecto. Porque, a pesar de que sabemos que la emergencia climática se va a cebar especialmente en las personas más vulnerables, sus voces no suelen escucharse. El proyecto FETA, impulsado por la Fundación Rey Balduino de Bélgica, estuvo coordinado en España por el Instituto Sindical Trabajo Ambiente y Salud, perteneciente a la Fundación 1 de Mayo de CCOO.
Dependiendo de si el focal group se desarrollaba en el medio rural o urbano, se proponía a los participantes dar su opinión respecto a unas historias imaginadas que mostraban cómo debería ser su vida en el futuro, en 2030, para ser respetuosa con el medio ambiente, en particular en relación con el uso de la energía, ciertos hábitos de consumo, la vivienda y el transporte . Unas historias plagadas de optimismo tecnológico (impresoras 3D que fabrican lo que uno quiera) y ecológico (consumo mínimo de carne, energías renovables en todas las viviendas, huertos urbanos para autoabastecer de productos vegetales, transporte electrificado compartido o público, barrios estructurados para tener acceso fácil a todos los servicios esenciales a pie…). En fin, una vida idílica que, lejos de eclipsar y motivar a estas personas, más bien les producía un sentimiento de lejanía, desafección, frustración y, sobre todo, una mayor expectativa de exclusión.
Desde luego, la población vulnerable no se ve habitando una vivienda con placas solares, cultivando un huerto urbano o teniendo acceso al coche eléctrico. Es más, curiosamente tenían sus dudas sobre si esto sería incluso bueno para ellos: “Si se vive así habrá menos trabajo para nosotros”, “¿quién trabajará en esta sociedad si cada uno se hace lo que necesita con esa impresora?”, “¿quién va a pagar esto? desde luego nosotros no tenemos recursos para hacer frente ni a energías renovables, ni coches eléctricos,… no me veo con esa vida”, “claro que me gustaría, pero me suena a cuento. Desde luego los ricos sí que vivirán así, y seguirán comiendo carne”.
Y es que cuando nos imaginamos el futuro tecnológico y sostenible l, pocas veces pensamos en cómo afectan estas transiciones a la sociedad “invisibilizada”. Pocos se preguntan cómo se ganarán la vida las personas más vulnerables. Y tal vez por ello, por su invisibilización y su vulnerabilidad, este colectivo acepta su sino sin rechistar colectivamente, porque “no sirve para nada”.
¿Son conscientes del colapso ambiental? Por supuesto que lo son, pero no va con ellos porque su cotidianeidad está regida por otro elemento de mayor peso: la urgencia de la supervivencia; y, además son muy conscientes de que no son culpables de esta situación. Ellos no malgastan la energía- en sus diferentes formas, dícese coche privado- porque ni siquiera tienen acceso a ella.
La gente pobre que ha participado en estos encuentros se caracteriza por ser inmigrante, en la mayor parte de casos “sin papeles”, mujeres, personas jóvenes con trabajos precarios y personas mayores, con pensiones asistenciales que solo pueden conllevar pobreza. Para ellas el acceso al ingreso monetario tiene que ver con el trabajo informal, y no tienen dudas de su precariedad y de su explotación, y que esta tiene mucho que ver con no “tener los papeles en regla”; y, por supuesto, con la posibilidad de tener acceso a las escasas ayudas sociales. Esta última forma de amortiguar la pobreza está minada, según nos relatan, de procesos burocráticos pensados para no dar respuesta a las necesidades reales de las personas, y cuyo único objetivo es la paranoica búsqueda de “defraudadores” por parte de la Administración.
Fue habitual observar en los distintos focal groups la tensión que se produce entre extranjeros y autóctonos en “lucha” por el acceso a los recursos públicos. “Los de fuera tienen más acceso a las ayudas que nosotros” fue una frase característica de los autóctonos al relatar sus problemas más urgentes a los que tenían que enfrentarse. Y su enfado, todo sea dicho, no podemos tildarlo de gratuito, ya que realmente los inmigrantes, al tener peores condiciones económicas de partida, desplazan a los autóctonos en la lucha por la ayuda social en un Estado del Bienestar raquítico que fue concebido y estructurado bajo la idea de competencia por la ayuda escasa entre distintos colectivos, y no desde la óptica de dar respuesta suficiente a la pobreza existente. Y como lectura política, no podemos dejar de lado un elemento que construye la conciencia en el mundo de la pobreza: la urgencia por satisfacer las necesidades más básicas se impone, dejando de lado valores como la solidaridad o la empatía, y dando rienda suelta a relatos excluyentes y xenófobos. Y este mismo discurso es el que también alimenta la competencia por los empleos (formales e informales) en una sociedad donde el acceso a un empleo digno es cada vez más complicado.
Por otra parte, muchas de las participantes no veían con buenos ojos este sueño idílico de huertos, coches compartidos y vidas vegetarianas, porque sencillamente iba en sentido contrario a su propio sueño consumista. Tal y como relataba una inmigrante, “yo no me he ido de mi país para estar cultivando huertos o no poder comprarme un coche”, “para vivir así no hacía falta haberme ido de allí”. Y es que el sueño de las personas pobres no es vivir de forma más austera, sino poder vivir algún día como las personas ricas o al menos como esa población que forma parte de esa indefinida clase media. En cambio, las personas mayores, en su mayoría mujeres también, recordaban su niñez y valoraban las bondades de una vida frugal: “así vivíamos antes y con menos éramos más felices”. La respuesta a la situación actual para ellas sería acostumbrarse a vivir con menos y eliminar ese exceso de consumo que “no nos aporta nada” y que es el origen de esa frustración que alcanza cada vez a más personas.
Colectivos vulnerables y transición ecológica
Como se apuntaba anteriormente, la totalidad las personas que participaron en estos grupos, excepto el grupo ubicado en el ámbito rural, presentaba claros rasgos de vulnerabilidad socio-económica: son personas que están en programas de inserción social, sin acceso a empleos o, en todo caso, a trabajos muy precarios e informales, que han tenido, tienen o están esperando ayudas públicas para alimentos, vivienda, o energía. Cabe destacar, en contra de algunas opiniones, que la tan cacareada pobreza energética no es, ni mucho menos, la más importante de las “pobrezas” que estas personas padecen: la vivienda y el trabajo son sus mayores problemas.
Ni que decir tiene que no apareció en ningún grupo el problema que la escasez de recursos conlleva para el acceso a productos culturales o de ocio, más allá de la televisión, claro está. Todo indica que la cultura y la pobreza son conceptos antitéticos.
Pero este proyecto quería conocer, sobre todo, lo que piensan las personas pobres sobre la cuestión ecológica. Cuando se les preguntaba por los problemas que tiene el mundo, nadie mencionaba de primeras el cambio climático. El empleo, las ayudas, la vivienda,… copaban como ya hemos señalado sus preocupaciones. Elel problema ecológico no forma parte de sus prioridades vitales.
Y no pensemos en que son personas poco formadas o que no tienen acceso a la información. Sabían del problema en cuanto se nombraba el cambio climático, la extinción de especies, o los problemas con algunos recursos, y también de la relación que estas cuestiones pueden tener con su vida cotidiana. Pero para ellos no dejaba de ser un problema secundario y del que no se sentían responsables y porque su carácter resiliente les predispone a asumir que los problemas ambientales serán otra cosa más que superar en su ya difícil existencia.
En este escenario, los cambios que va a conllevar la transformación ecológica (impuestos verdes, digitalización, automóviles eléctricos, energía renovable,…), se perciben como lejanos a ellos e incluso como una barrera para ver cumplido su principal sueño: un trabajo digno con el cuál poder salir del pozo de la pobreza.
La narrativa de estas personas resalta su marginalidad económica, social o institucional: no tienen quién les escuche, solo las ONG, que son para ellos las facilitadoras de las escasas ayudas públicas a las que pueden optar y que les ayudan, más o menos, a tirar para adelante.Como señalaba uno de los participantes “al menos, nos escuchan”. Su capacidad de movilización y de influencia es nula. No están organizados porque “tenemos problemas demasiado urgentes para pararnos a pensar en todo esto y organizarnos para que al menos nuestra voz se oiga. Tal vez esto sería lo más urgente, pero mi problema ahora mismo es la salud y darle de comer a mis hijos”.
Aunque algunos no son conscientes de la importancia de los impuestos para el mantenimiento de lo público, otros si tienen claro su necesidad para el sostenimiento de los servicios básicos y de las ayudas, mostrando su preocupación sobre cómo puede afectarles las medidas de reducción de determinados tributos. A pesar de ello muestran un sentimiento generalizado de desconfianza hacia la fiscalidad y hacia quienes, para ellos, se benefician realmente de ella: los políticos y las clases privilegiadas.
Precisamente, tras asegurarles que en el futuro iban a aumentar los impuestos y algunos precios energéticos para luchar contra el cambio climático, se les pidió la opinión de cómo les gustaría que revertiese ese dinero. Mayoritariamente se decantaron por las ayudas para la mejora del medio ambiente, “al menos sabemos que servirá para algo”. Eso sí, requerían que estas ayudas fueran fiscalizadas por las ONG, o por asambleas ciudadanas, nunca por las instituciones. Existe una tremenda desafección hacia todo aquello que huela a política en general, abrazando el discurso de la anti-política.
El proyecto FETA continuó su recorrido, con la celebración de una serie de reuniones con expertos en políticas energéticas que propusieron recomendaciones para una transición energética con el foco puesto en los más desfavorecidos. Estas recomendaciones fueron posteriormente contrastadas con los colectivos vulnerables en los foros de transición energética justa.
Matizadas y priorizadas, estas recomendaciones serán ahora elevadas a las correspondientes instancias políticas a nivel de los Parlamentos nacionales y europeo. De este modo, se espera poder dar voz a esa parte de la sociedad, lamentablemente cada día más amplia y con frecuencia ignorada, en el inevitable proceso de transición energética, con el fin de que el peso del cambio no recaiga sobre ellos.