La poesía y el ensayo se dan la mano en la obra de Jorge Riechmann. Profesor de Filosofía Moral y Política en la Universidad Autónoma de Madrid y uno de los referentes indispensables del pensamiento ecologista actual, vuelve a la carga contra las servidumbres alimentarias en Qué son los alimentos transgénicos (Integral/ RBA; Barcelona 2011).
Este libro es una segunda edición actualizada de Qué son los alimentos transgénicos (Integral/RBA, 2002). ¿Qué ha cambiado en estos últimos años?
Para resumir, hay cuatro cultivos transgénicos industriales que siguen sumado la mayoría de lo plantado (soja, maíz, algodón y colza) y seis países donde se concentra la mayor parte de dicha producción: Estados Unidos -con gran diferencia-, Canadá, Brasil, Argentina, India y China. Entre los seis suman 127 millones de hectáreas de las 134 millones de hectáreas plantadas. La mayoría de los cultivos incorporan dos rasgos genéticos que son problemáticos desde el punto de vista ambiental y de seguridad alimentaria: la resistencia a herbicidas y a insectos. La promesa de transgénicos de segunda generación, con menos inconvenientes, sigue siendo sólo eso, una promesa
Las multinacionales de los transgénicos minimizan el riesgo, pero éste existe y puede hacerse realidad.
Desde distintos sectores, y no sólo desde el ecologismo, se ha denunciado el riesgo que supone el cultivo de organismos modificados genéticamente (OMG). De hecho, el principal teórico de la sociedad del riesgo, Ulrich Beck, no procede del mundo ecologista precisamente. Quienes hablamos de riesgo no lo hacemos porque seamos especialmente medrosos. En el caso de los cultivos transgénicos, lo que ha estado en juego desde su despliegue comercial en los años noventa y lo que hoy por hoy debe seguir situándose en el centro del debate es el control de recursos vitales por parte de empresas privadas poderosas y guiadas exclusivamente por el beneficio. El primer riesgo, por tanto, es la concentración de recursos básicos. Y luego hay dudas sobre el medio ambiente y la salud.
Al menos los riesgos sanitarios se han tomado más en serio, pero que apenas sabemos nada sobre los riesgos medioambientales, que incluso se han despreciado.
Los riesgos ambientales, en efecto, apenas se tienen en cuenta; las insuficientes pruebas al respecto las realizan las propias empresas, que acaban siendo juez y parte.
Deshaces algún malentendido, como que no se trata de estar en contra de la biotenoclogía, sino de cierto tipo de biotecnología.
Hay pequeños sectores donde se da un rechazo total a las biotecnologías, quizás sin demasiados matices. Pero la posición crítica que prevalece es bastante más equilibrada. Se trata de ver en qué sentido se puede hablar de un progreso real. La devaluada y tecnocrática noción de progreso de los últimos años no sirve, se identifica con el simple avance en la circulación de mercancías (medido por el PIB y otros indicadores de la Contabilidad Nacional): pero cabe pensar en otro tipo de progreso, más atento a otras cuestiones cualitativas. En el caso de los transgénicos, creo que no hay que centrarse tanto en las herramientas de manipulación de los seres vivos sino más bien en el control de los oligopolios, en todo lo relacionado con la propiedad intelectual y las patentes. El problema es más el marco económico y jurídico donde se manejan esas herramientas tecnológicas y no tanto las herramientas en sí, aunque siempre habrá que estar atento a la enorme potencia de las mismas.
¿Hemos utilizado siempre los humanos la biotecnología?
Es cierto que las biotecnologías, en sentido amplio, las usamos desde que domesticamos animales y seleccionamos plantas en el Neolítico. Pero en sentido estricto, si hablamos de las poderosas herramientas técnicas del ADN recombinante (capaces de manipular la identidad genética y de inducir transferencia horizontal de genes), su uso es reciente; arranca en los años setenta del siglo XX. La transferencia de genes en la naturaleza -salvo en el mundo bacteriano- es vertical, no horizontal.
Las multinacionales hablan de erradicar el hambre y favorecer el medio ambiente
De entrada no es imposible poner al servicio de estas metas la ingeniería genética, pero de hecho no es así. Las grandes empresas buscan maximizar beneficios, pero no erradicar el hambre. Hay que estar muy atentos a la diferencia entre las palabras y los hechos.
¿Son los científicos los únicos que deben evaluar la necesidad o no de contar con transgénicos?
El primer cliché que han tratado de imponer las multinacionales ha sido presentar al pensamiento ecologista como anticientífico y antitecnológico, pero eso no responde a la realidad. Puede haber en el movimiento pequeños sectores de eso que los ingleses llaman lunatic fringes (flecos o franjas lunáticas), que rechacen todo tipo de avance tecnológico, pero no son representativos. El movimiento antitransgénicos, en su conjunto, no se sitúa en contra de la ciencia, sino que presenta reservas racionales sobre cómo estamos utilizando el enorme poder de la tecnología y la ciencia. La vía de salida, en mi opinión, pasa por reconocer la clase de naturaleza que nosotros mismos somos -"interdependientes y ecodependientes", como le gustaba recordar a Ramón Fernández Durán, recientemente fallecido- y darnos cuenta de que necesitamos insertarnos mejor dentro de los sistemas naturales donde vivimos. Si hablamos del terreno agropecuario, esto no supone "volver a las cavernas" (como reza el tópico de los productivistas/ consumistas). Disponemos de la agroecología, una base teórica (y práctica) eficaz para organizar agrosistemas que sean productivos y que al mismo tiempo se integren bien en los sistemas naturales. Ello no implica excluir las tecnologías modernas, sino pensar más en cómo funcionan los agrosistemas (y los sistemas sociales), en vez de autoengañatnos con esas ilusiones de "bala mágica", todo ese fetichismo en torno a la tecnología.