La cita es en un pequeño jardín anexo a la sede de ISTAS, el lugar donde ha trabajado Jorge Riechmann (Madrid, 1962) durante los últimos años, antes de reincorporarse a la docencia, en la Facultad de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid. Poeta, traductor, ensayista, Riechmann acaba de publicar La habitación de Pascal (Los Libros de la Catarata, 2009), una obra que cierra lo que ha llamado “pentalogía de autocontención”. A partir de un conocido pensamiento de Pascal –“He descubierto que toda la desdicha de los hombres proviene de una sola cosa, que es no saber permanecer en reposo, dentro de una habitación”–, Riechmann elabora una propuesta de vida en la que los humanos seamos conscientes tanto de nuestros límites como de los límites de la naturaleza.
Es una pregunta difícil de responder brevemente. Casi todos los indicadores socio-ambientales importantes nos dicen que estamos haciendo las cosas mal. Lo más inquietante es el efecto conjunto del cénit del petróleo (el final de la era del petróleo barato), el calentamiento climático y la destrucción galopante de la biodiversidad. Estos tres fenómenos ya nos indican un horizonte en el que es posible el colapso. Hoy por hoy no estamos emprendiendo el cambio de rumbo que se necesita, desde luego; y por desgracia es probable que no sepamos si hemos sobrepasado el punto sin retorno hasta después de haberlo superado.
El libro forma parte de lo que al final se ha convertido en una "pentalogía de la autocontención", en la que abordo la crisis ecológica y sus posibles salidas. Una de las principales ideas es la de autolimitación, autocontención, autocontrol: un viejo asunto sobre el que llevamos reflexionando desde los antiguos griegos, pero que ahora se plantea en un contexto completamente nuevo (el choque de las sociedades industriales contra los límites biofísicos del planeta). Estamos en plena era de la hybris (desmesura) griega y necesitamos contrarrestar estos elementos de huida hacia delante con movimientos de autocontención.
Nuestra inmadurez se manifiesta en la renuncia a hacernos cargo de los efectos de nuestros actos. Necesitamos madurar como cultura. La transición de sociedades como la nuestra, que divinizan el crecimiento económico, a una sociedad de autocontención sería un proceso de maduración.
Se puede hablar, sin exagerar, de una trampa de la ecoeficiencia. La eficiencia en el uso de los recursos naturales es necesaria, pero nos induce a ser demasiado confiados y a seguir por el camino de la expansión material. Se produce un "efecto rebote" (los economistas hablan también de "paradoja de Jevons"), de modo que las ganancias en ecoeficiencia son reabsorbidas en incremento de actividad, de producción: y esto último prevalece ampliamente. Así, bien podemos ser cada vez más ecoeficientes y cada vez más insostenibles.
Es una idea muy bien documentada empíricamente: en veinte años, por ejemplo, ha aumentado la ecoeficiencia de los coches en un 50%, pero el parque automovilístico y las distancias recorridas se han multiplicado por más de dos. O bien concebimos la ecoeficiencia en paralelo a la autocontención, o vamos muy mal.
En un sistema donde cunde una gran desorientación, donde las ofertas de "sentido de la vida" oscilan entre lo patético y lo perverso, donde se fía todo a la provisión de bienes mercantilizados, en una sociedad así -que rehúsa tener en cuenta las consecuencias de sus propios actos, donde se ignora al otro-, podría darse ciertamente un proceso con analogías al que se dio históricamente en el nazismo.
Sí, se puede actualizar así la vieja consigna de Rosa Luxemburgo.
Uno de los indicadores de la madurez en las personas sería la capacidad de diferir una gratificación inmediata cuando están en juego otras personas u otros valores importantes. Se trata de una idea que podría aplicarse lo mismo a individuos, a grupos de personas, o a las culturas. Una cultura madura estaría dispuesta a renunciar a ciertas gratificaciones en aras de otros valores; no así una cultura infantilizada, más próxima a la rabieta infantil. Pero dada la situación a la que hemos llegado, tendremos que cambiar por las buenas o por las malas. Si lo hacemos por las buenas, asumiendo la renuncia, el sufrimiento será menor.
No hay que tomar esta idea de forma dogmática. Algunos autores han hecho cálculos para tratar de anticipar el nivel de vida asumible para un mundo de 8.000 ó 9.000 millones de personas, con niveles adecuados de sostenibilidad y justicia. En lo que debemos pensar no es tanto en la Europa o EEUU de los años treinta, cuarenta o cincuenta, sino en que con un nivel de producción de bienes y servicios inferior al que tenemos ahora podríamos vivir bien si organizamos las cosas de otra manera y, sobre todo, si reforzamos los vínculos sociales. La consigna debe ser vivir bien con menos. Pensemos, por ejemplo, en la lavadora eléctrica, uno de los inventos más positivos que han creado los humanos. Es un disparate que cada unidad doméstica tenga una lavadora que está parada la mayor parte del tiempo, un despilfarro que no podemos permitirnos ya. Si consideramos que tendremos el mismo servicio o mejor -pero con mucho menos impacto ambiental-- con una máquina de tipo industrial que abastezca a varias familias, situada en una lavandería comunitaria, habremos dado un paso importante.
No. Hay algunas medidas interesantes que se pueden encontrar en varios países, desde Noruega a México, pero ninguno está en la senda de sostenibilidad. A menudo se habla de Cuba en este contexto, pero no debemos engañarnos. Si consideramos los datos de IDH (índice de desarrollo humano) y algunos indicadores ambientales, Cuba sale bien parada, pero el aspecto insatisfactorio es que el país no está así porque quiera sino porque se ha visto obligado. Cuando se acabó el flujo de petróleo soviético hacia 1990, tuvieron que hacer de la necesidad virtud: pero no porque se hubieran propuesto desarrollar un proyecto de sostenibilidad.
No es un mensaje fácil de transmitir a ningún sector social, porque nos dice que estamos viviendo por encima de nuestras posibilidades. Pero los límites biofísicos, los límites de la naturaleza, son los que son y cuanto antes aceptemos algunas constricciones, mejor podremos vivir en el futuro. La pedagogía social es tan necesaria como hace treinta años, y los sindicatos de clase tendrían que desempeñar un papel más activo en esa pedagogía social, revisar la parte de su cultura reciente en la que han sido acríticos en la visión del productivismo. El movimiento obrero no sólo ha tenido esa corriente. Ha habido otras tendencias de la izquierda que apuestan por sendas más sostenibles como algunas posturas del anarcosindicalismo de principios del siglo XX, de pensadores, como Walter Benjamin, quien ya vislumbró algunas de las dificultades de las posiciones socialdemócratas y comunistas en estos ámbitos; pero sobre todo muchas experiencias prácticas de cooperativismo y asociacionismo obrero a finales del siglo XIX y principios del XX, que tiene que ver con lo que un poco pomposamente podríamos llamar la "reconstrucción de la socialidad humana". Si fuéramos capaces de enlazar con todo aquel fermento social y cultural, tendríamos mucho ganado.
A dios rogando y con el mazo dando. Las señales que percibimos de nuestro entorno pintan muy mal: hay nubarrones negrísimos, pero no tenemos la certeza --no podemos tenerla- de lo que va a pasar. Los futuros humanos siempre han acabado sorprendiéndonos. Con el viejo Heráclito podemos recomendar esperar lo inesperado. Se puede uno instalar en una desmovilizadora espera de lo peor. Pero a mi entender hemos de apostar por las probabilidades improbables, por la pequeña probabilidad de evitar lo peor.
Javier Morales Ortiz