El modelo agrícola occidental y las diferencias creadas entre el mundo desarrollado y el resto del planeta bajo los auspicios de la OMC, nos han llevado a una crisis alimentaria de enormes dimensionesAcostumbrados a priorizar lo urgente sobre lo importante, esta crisis nos pone ante la tesitura de repensar lo importante, y hacerlo de forma inmediata. Porque el futuro ya no es el de las próximas generaciones, sino el de mañana mismo. De ahí que las organizaciones que trabajamos en eso que se ha venido en llamar la sostenibilidad, no debamos conformarnos con diagnosticar e intentar entender la crisis, que a grandes rasgos es claramente comprensible, sino que tenemos el deber moral de intentar alumbrar, en un debate plural y constructivo, las grandes líneas que deberían marcar el inmediato futuro del planeta. La relación entre economía, finanzas, política y gobernanza se ha vuelto más evidente que nunca, obligándonos a huir de falsas categorías que en la era de lo líquido han visto sus límites desdibujados.
De ahí que cuando hablamos de sostenibilidad, no podamos reducir nuestros argumentos a lo puramente económico, social o ético, sino que tenemos que tratar de integrar todas estas dimensiones en un nuevo paradigma que nos permita entender la dinámica de las cosas para avanzar hacia la sostenibilidad. Cuando se generó el debate de los efectos de las externalidades y cómo deberían reflejarse tanto éstas como los intangibles en los análisis económicos, el discurso iba más allá de lo estrictamente económico. Incluso trascendía lo político: se trataba de añadir elementos que, haciendo más complejos los análisis habituales, nos acercaban a un mejor entendimiento del sistema, para poder transformarlo. Entender para transformar, en definitiva.
Esta crisis nos brinda la oportunidad de poner en marcha algunas de las propuestas que se estaban gestando en diferentes ámbitos. Y para eso, hemos de repensar algunos de los elementos básicos del sistema. El territorio no escapa a ello, máxime si tenemos en cuenta que distintos autores lo consideran como el espacio sobre el que se producirán los conflictos en el siglo XXI. Entre los elementos que lo componen, no podemos olvidar el agrícola, ese que nos recuerda nuestro arraigo con la tierra y nos provee de alimentos al mismo tiempo que crea territorio.
El modelo agrícola occidental y las diferencias creadas entre el mundo desarrollado y el resto del planeta bajo los auspicios de la OMC, nos han llevado a una crisis alimentaria de enormes dimensiones en la era de la abundancia, a la que finalmente se ha acusado de estar también en la génesis de la crisis económica global. El agro-business, ampliamente contestado desde sectores agrícolas y sociales progresistas, nos ha mostrado los riesgos de la dependencia de las grandes transnacionales en un sector tan sensible como el agrícola.
Tampoco la Política Agraria Comunitaria se ha destacado por sus logros sociales, económicos y ambientales. A los problemas creados a las importaciones de productos agrícolas provenientes de países en vías de desarrollo, hay que unir los escasos éxitos en el propio campo europeo. Si realmente estamos hablando de un sector estratégico y de enorme sensibilidad social, merece el esfuerzo de repensar el modelo desde la sostenibilidad entendida en todas sus facetas, con la consiguiente revisión de muchas de las inercias existentes, como la consideración de los ríos exclusivamente como insumos productivos. Como se dice en las conclusiones del VI Congreso Ibérico en Gestión y Planificación del Agua, “la concepción política está evolucionando desde una visión sectorial del agua (hidráulica-agraria) hacia un enfoque territorial y ambiental.”. Esta evolución debe verse confirmada en los próximos años, en coherencia con los criterios de gestión hídrica que marca la directiva Marco del Agua, y debe tener en cuenta los nuevos escenarios que se desprenden del cambio climático, con una presumible disminución del recurso.
Sectores que apuntan hacia la soberanía alimentaria y la agricultura ecológica están poniendo en marcha iniciativas que, con pequeños empujes desde la Administración, podrían ver multiplicados sus resultados: desde la difusión de los sellos y certificaciones existentes, hasta la creación de puntos de encuentro entre productores y consumidores, pasando por una profunda reflexión sobre la relación entre modelo agrícola y territorio. Todas ellas son propuestas concretas a poner en marcha para fundar un nuevo sistema agrícola bajo los parámetros de la sostenibilidad en el marco de un replanteamiento más amplio del mundo rural.
En este sentido, también existen propuestas en torno a lo que ha venido en llamarse pagos por servicios ambientales, que implica el pago, por parte de los beneficiarios de ese servicio, de una cantidad que permita a la población que lo recibe, mantener dicho servicio. Experiencias existen en torno a la conservación de ríos y acuíferos, de bosques y de paisajes. Poner en valor lo que supone su existencia es reconocer la necesidad de garantizar la calidad de vida de los pueblos que lo habitan. Este debate, probablemente en España, no esté maduro, pero sería necesario, una vez más, volver la cabeza hacia Latinoamérica para, con la mirada del aprendiz, profundizar en las posibilidades que este sistema nos puede brindar, y poner en marcha aquí proyectos piloto que nos permitan analizar su viabilidad.
En definitiva, la crisis a la que estamos asistiendo supone una oportunidad para repensar nuestro modelo de producción y consumo, es decir, nuestro modo de vida, con el telón de fondo de la sostenibilidad en sus tres dimensiones económica, social y ambiental. El replanteamiento de nuestra relación con el territorio y, de forma más concreta, con el modelo de desarrollo rural, no pueden escapar a esta reflexión. Porque el futuro, o es sostenible, o no será.
Cristina Monge
Directora de Proyección Externa de la Fundación Ecología y Desarrollo