Calidad de la democracia, economía y medio ambiente

“Existe la tentación de ver a la democracia de forma excesivamente restringida y estrecha, exclusivamente en términos electorales y no en términos mucho más amplios, en lo que John Rawls ha llamado ‘el ejercicio de la razón pública’. Este concepto mucho más vasto y rico incluye la posibilidad de que los ciudadanos participen en el debate político y, con ello, estar en disposición de influir en las opciones relativas a los asuntos públicos (…) La democracia tiene demandas que trascienden a la urna electoral (…) ¿Qué es exactamente la democracia? Para empezar debemos evitar su identificación con la idea de gobierno de la mayoría”. Amartya Sen, “El valor de la democracia”

Mucha gente percibe la relación entre deterioro de la calidad de la democracia y deterioro ecológico aunque no se atreva a expresarla o explicitarla, o no sepa hacerlo

Se suele confundir lo que es un problema ambiental con el resultado de determinadas acciones. Así, cuando se pregunta a la gente cuáles son los principales problemas ambientales, las respuestas suelen recoger una variedad de desastres como el cambio climático, la contaminación urbana, la escasez de agua, el ruido, la (des)ordenación del territorio, etc. Raramente se identifican los problemas ambientales con sus causas reales. El economista alemán Karl Kapp (Karl W. Kapp, Los costes sociales de la empresa privada, antología de Federico Aguilera Klink, Colección Clásicos del Pensamiento Crítico, Ediciones de la Catarata, Madrid, 2006) reconocía ya en 1950 que estos desastres tenían sus causas en que las empresas privadas (aunque tampoco ignoraba a las empresas públicas) tenían como objetivo minimizar sus costes monetarios, despreciando o ignorando todo lo que no se incluía en la contabilidad de esas empresas. Esto hacía que los diferentes gobiernos les permitiesen, de manera explícita o implícita, utilizar procesos productivos cuyos residuos e impactos –a los que Kapp califica de “costes sociales”– recaían libremente, es decir, sin compensación alguna, sobre los ciudadanos.

Más recientemente es el informe Nuestro futuro común –Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo (CMMAD)–, Alianza Editorial, Madrid, 1988), el que menciona de pasada cómo “en los últimos decenios las preocupaciones por los factores ambientales que amenazan la vida han surgido también en los países en desarrollo”. El problema es que esos países “deben evolucionar en un mundo donde la diferencia de recursos entre la mayoría de los países en desarrollo y los países industriales sigue aumentando, y donde éstos predominan en la adopción de decisiones de ciertos órganos internacionales claves y ya han utilizado gran parte del capital ecológico del planeta. Esta desigualdad es el principal problema ‘ambiental’ del planeta y su principal problema de desarrollo”. Efectivamente, este desequilibrio en la toma de decisiones y en la apropiación del capital ecológico del planeta parece una buena forma de definir el principal problema ambiental, puesto que es en esa toma de decisiones donde reside la causa que genera los impactos ambientales y sociales.

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De una manera más contundente se expresa la ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona, en el prólogo del informe Recursos Mundiales 2004, Decisiones para la tierra: equilibrio, voz y poder (Instituto de Recursos Mundiales-Ecoespaña, Madrid, 2004), al señalar: “No hay mayor amenaza para el medio ambiente que la demagogia, es decir, el engaño a los ciudadanos, el ocultismo intencionado de datos y decisiones, la manipulación interesada de la situación real de los recursos naturales y de las alternativas que existen para explotarlos adecuadamente”. Narbona concluye de una manera que ilustra acertadamente el papel de la toma de decisiones y su vinculación con los problemas ambientales: “La forma en que adoptamos las decisiones y quién las adopta a menudo determina lo que decidimos”, afirma. Esta idea enlaza con la cuestión central de la calidad de la democracia y el deterioro ambiental, que es de lo que está hablando la ministra (algo que se puede aplicar, obviamente, a su ministerio y a su Gobierno).

Es evidente que mucha gente percibe esta relación entre deterioro de la calidad de la democracia y deterioro ecológico aunque no se atreva a expresarla o explicitarla, o no sepa hacerlo. Por otro lado, hablar de deterioro de la calidad de la democracia puede hacer pensar que en algún momento anterior hemos alcanzado niveles de democracia que ahora estamos perdiendo. En mi opinión, no es así, pero sí existe un interés deliberado en hacernos creer que la democracia ya está consolidada puesto que podemos votar. “Vota y calla” sería la esencia de esa democracia electoral, como señala Amartya Sen.

Además de un aspecto institucional, en el sentido del papel del Parlamento, de los partidos políticos y de los ayuntamientos y gobiernos autonómicos, existe otra cuestión clave: la actitud de los ciudadanos, en el sentido de si éstos adoptan o no los valores y comportamientos democráticos. Ambos aspectos son muy débiles. “(…) el proceso de plena institucionalización de la democracia (y la consiguiente interiorización de sus reglas de juego, convertidas en conducta habitual de los agentes) ha sido mucho más arduo, lento y contradictorio. Lo es en todas partes. En Italia no se ha conseguido del todo, al cabo de cincuenta años; y los italianos han tenido que reconstituir su república, por así decirlo, de nuevo. En España, casi veinte años después de la Transición, el clima de corrupción político- financiera y de desdén por la ley ha generado una crisis política de enorme gravedad, aún por cerrar definitivamente”. (Víctor Pérez Díaz, La esfera pública y la sociedad civil, Taurus, Madrid, 1997).

Lo más grave es que no sólo no se ha cerrado sino que, en los últimos años, se ha ahondado gracias a la economía del “pelotazo” y a una sociedad “marbellizada”, con unos partidos políticos más atentos a los intereses empresariales que a los sociales y cada vez más alejados de los problemas que realmente preocupan a los ciudadanos. Además, no se trata sólo de la corrupción urbanística y de sus secuelas y antecedentes, sino también de la corrupción relacionada con decisiones sobre la construcción de costosísimas e innecesarias infraestructuras de todo tipo financiadas con fondos públicos. Si la necesidad de esas infraestructuras no está razonablemente justificada, como ocurre en la mayoría de los casos, su construcción se puede entender como un indicador de baja calidad democrática.

Federico Aguilera Klink
Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de La Laguna y Premio Nacional de Economía y Medio Ambiente 2004

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