Hace algunos meses se publicó la versión castellana del último libro del científico británico James Lovelock (nacido en Letchworth, Hertfordshire, en 1919), La venganza de la Tierra. La teoría de Gaia y el futuro de la humanidad (Planeta, Barcelona 2007; original inglés de 2006). Esta publicación vino precedida por algunas resonantes entrevistas donde el creador de la “hipótesis Gea” (o Gaia) manifestaba su apoyo a la energía nuclear, lo que fue inmediata y mediáticamente explotado por el lobby pronuclear, tan activo en todo el mundo desde hace dos o tres años
Se trata de un libro que vale la pena leer y debatir, y que no dejará de sembrar inquietudes –también entre los y las activistas del movimiento ecologista–. Así, recientemente una de estas personas me escribía: “Yo ya conocía las ideas de J. Lovelock, pero su último libro (La venganza de la tierra), que se considera una especie de testamento, me obliga a revisar mis convicciones y la orientación de mi actividad como militante ecologista (pienso que, unas y otra, muy próximas a las tuyas y en general a las de Greenpeace). ¿Qué piensas de la teoría de Gaia y cómo interpretas a día de hoy (tal como evoluciona nuestro mundo) las posturas tal vez demasiado optimistas o ingenuas de los partidos verdes? ¿De verdad esto tiene arreglo sin variar nuestro discurso? China, India, el boom tan peligroso de los biocombustibles ¿no son tremendas presiones sobre Gaia que la humanidad va a pagar muy pero muy caras? ¿No deberíamos tomar mucho más en serio a Lovelock, aunque detestemos la energía nuclear y nos horrorice la perspectiva de sustentarnos de alimentos sintéticos?”1 Me consta que este tipo de interrogantes están asaltando a mucha gente con alta sensibilidad hacia los problemas ecológicos y medioambientales. ¿Nos obliga la reflexión de Lovelock a revisar nuestras convicciones básicas?
Vaya por delante que, en mi opinión, siempre hemos de estar revisando nuestras creencias y compromisos en función del nuevo conocimiento que vamos adquiriendo: pero, en mi caso, La venganza de la Tierra no me induce a amar la energía nuclear. Quizá lo primero que habría que recordar es que Lovelock, aunque ha tenido una notable y benéfica influencia en la formación de la conciencia ecologista moderna, no es lo que –en los clásicos términos gramscianos– llamaríamos un intelectual orgánico del movimiento. Vale decir: lo leemos con provecho, pero no es “uno de los nuestros” en el sentido en que lo pueden ser Barry Commoner en EE.UU., o José Manuel Naredo en España. Así, por ejemplo, no es que Lovelock haya cambiado ahora de posición sobre la energía nuclear, y descubra sus bondades acuciado por la necesidad urgente de descarbonizar nuestras economías (para hacer frente al calentamiento climático): él ya defendía lo nuclear, en contra de las bien fundadas posiciones del movimiento ecologista, en los grandes debates ecosociales de los años setenta del siglo XX2 .
Comparto buena parte de sus análisis en La venganza de la Tierra, pero no las “soluciones” que propone. La cuestión de fondo es que él lo da ya casi todo por perdido: da por perdida la batalla para hacer frente a la gravísima crisis ecológico-social que padecemos. Lovelock es uno de quienes piensan que el desarrollo sostenible hubiera sido una buena idea para ponerla en práctica hace cuatro o cinco decenios3, pero que ahora ya es inevitable una catástrofe de dimensiones enormes.
Está convencido de que, de aquí a pocos decenios, la población humana será diezmada por la catástrofe climática, y sólo quedará un resto de humanidad viviendo en condiciones bastante lamentables en unas pocas zonas todavía habitables del planeta, alrededor del Círculo Polar Ártico4. En esas condiciones, tras haberse perdido la batalla por “una humanidad libre en una Tierra habitable” (según el clásico lema de la revista mientras tanto, fundada por Manuel Sacristán y Giulia Adinolfi en 1979, el mismo año que Lovelock publicaba su primera versión de la “hipótesis Gea” en forma de libro: Gaia, a new look at life on Earth) y plantearse sólo una supervivencia en malas condiciones, el científico británico propone extremar los rasgos prometeicos de la tecnociencia: alimentos sintéticos procedentes de la industria química y biotecnológica, electricidad a partir de la energía nuclear de fisión... Yo no creo que todo esté perdido hasta ese extremo. No es imposible que suceda lo que él teme –es decir, que nos metamos en esas etapas de calentamiento climático rápido y descontrolado que serían devastadoras–, pero tampoco lo sabemos hoy por hoy: eso puede suceder o no. Depende, precisamente, de lo que la generación hoy en el poder, y la siguiente, hagan y dejen de hacer. Si fuéramos capaces de yugular con relativa rapidez las emisiones de dióxido de carbono y los demás gases de “efecto invernadero”, quizá lo peor de ese calentamiento climático pueda evitarse. Entonces serían posibles también otras transformaciones ecológico-sociales más profundas, en esa línea biomimética que evoco en mis libros5, y que tienden hacia una sociedad más penetrada de naturaleza. Actualmente, nuestra situación se ensombrece cada día más: también reflexiono sobre ello en un librito reciente, Vivir (bien) con menos6. Lovelock tiene razón cuando advierte que “para vivir como vivimos, somos demasiados”7. Creo que el movimiento ecologista, o parte de él, no transmite a la sociedad con suficiente énfasis la gravedad de la situación (por otra parte, ante cualquier advertencia de este tipo el reproche de "catastrofismo" salta antes de que quien advierte haya terminado de cerrar la boca). El discurso "sustitución de energías fósiles por energías renovables" es ingenuo o engañoso si no se advierte enseguida que las primeras no pueden proporcionar la cantidad de energía, y la densidad energética, a la que nos han acostumbrado las segundas. Pero la energía nuclear de fisión no es la solución: las buenas razones de la argumentación ecologista de los años setenta no han perdido vigencia. Por otra parte, si Lovelock tuviese razón, lo que se seguiría de su análisis no es la conveniencia de construir centrales nucleares en España, sino hacerlo quizá en Finlandia o en Noruega8. Y podría tener sentido intentarlo para aquella microhumanidad diezmada tras la catástrofe –porque las reservas de mineral de uranio fisionable son escasas–, pero desde luego no cabe pensar en garantizar un suministro electronuclear a base de uranio a la abundante población humana de hoy en día9 . La teoría Gea (o Gaia), según la cual la Tierra es como es -en particular, acogedora para la vida– gracias a la actividad transformadora de la misma vida (en definitiva, a la capacidad de autorregulación del “sistema Tierra”, con sus componentes orgánicas e inorgánicas), es crecientemente aceptada como “buena ciencia”, de lo cual hemos de congratularnos. Y más allá de eso ha contribuido, indudablemente, a orientar las convicciones medioambientales de mucha gente, desde su divulgación en los años setenta del siglo XX. De ella se desprende una potente intimación al cambio ecosocial radical: pero no ninguna intimación a construir reactores nucleares.
Jorge Riechmann
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