Los países de la Unión Europea tienen un sistema tributario con capacidad de obtener los ingresos necesarios para sustentar una posición activa de la iniciativa pública dentro de la economía, que le permita influir en distintos apartados: funciones tradicionales (orden, defensa, justicia y política exterior), igualdad de oportunidades (enseñanza y políticas de empleo), políticas regionales y prestaciones sociales. Desde una perspectiva progresista, el necesario principio de suficiencia debe ir unido al de equidad –horizontal y vertical–, de modo que el reparto de los esfuerzos entre los ciudadanos sea equilibrado con las fuentes y niveles de renta.
Con el paso del tiempo han aparecido otros objetivos: la capacidad de generar un crecimiento adecuado de la economía y, más recientemente, la defensa del medio ambiente. En esta dirección, tiene sentido crear tributos que tengan la capacidad de alterar las conductas de los agentes para favorecer un crecimiento sostenible de la economía, pero esta opción debe ser compatible con los objetivos mencionados anteriormente, adaptarse a la peculiar distribución política y administrativa de España y, a la vez, no generar efectos secundarios indeseados, ya sea en el ámbito productivo como en la distribución de la renta.
La ecofiscalidad está ligada, por otra parte, a una reflexión más estructural y profunda relacionada con el modelo de desarrollo elegido. La apuesta por un sistema con crecimiento económico constante como base para medir el progreso de las personas, o por el contrario, la asunción general de una vida más modesta, o menos opulenta, compatible con un uso menos intensivo de los recursos naturales. A falta de desarrollar este debate, parece que la opción hegemónica es la primera, y entonces, la pregunta que aparece es cómo configurar unos tributos que puedan proteger de forma efectiva el medio ambiente mediante una mejora en la eficiencia en el uso de los recursos, es decir, cómo aislar el efecto ambiental sin convertirse en simples impuestos indirectos que perjudiquen a las personas con menor renta, quienes deben hacer un mayor esfuerzo relativo para pagar este tipo de tributos.
La experiencia nos muestra la escasa capacidad de los tributos ambientales para lograr una recaudación elevada –el impuesto sobre hidrocarburos aporta el 70,3% de los tributos ambientales y tan sólo el 5,1% de la recaudación total por impuestos en España– Por otra parte, la todavía breve historia de los impuestos de competencia autonómica unen a su escasa recaudación, la aparición de competencia a la baja entre territorios y amenazas de cambio de ubicación de empresas.
Límites de los impuestos verdes
Desde esta constatación, sin menospreciar la necesidad de crear impuestos ambientales que busquen el mejor uso de los recursos naturales y penalicen el deterioro de un bien básico colectivo como es el medio ambiente, parece excesivo señalar a los impuestos verdes como base de una reforma fiscal que permita disminuir los impuestos directos y/o las cuotas sociales. Por falta de capacidad recaudatoria y de encontrar alguna solución a esta limitación, por su incidencia negativa sobre la distribución personal de la renta derivada de su categoría de impuesto indirecto. El segundo peligro es mayor al haber comprobado que las reformas de los impuestos directos (IRPF e Impuestos de Sociedades) abordados por todos los partidos de Gobierno, PSOE y PP, han concentrado en exceso la rebaja en los tramos de renta más altos, en un contexto de inferior presión fiscal a la media comunitaria (cinco puntos del PIB). Algunos planteamientos de la reforma verde presentados como panacea a los problemas del sistema tributario español podrían encubrir una falta de compromiso con un planteamiento más activo para conseguir una distribución más justa de la riqueza.
Miguel Ángel García Díaz. Responsable del Gabinete Económico Confederal de Comisiones Obreras