Jorge Riechmann y Joel Tickner (coords) Ed. Icaria Más Madera. Barcelona 2002. 158 pág. Coeditado por Greenpeace, la Fundación Ecología y Desarrollo, el Lowell Center for Sustainable Production de la Universidad Lowell de Massachussetts EE.UU. e ISTAS-CCOO.
Tal como señala Riechmann en su introducción al volumen -«Un principio para reorientar las relaciones de la humanidad con la biosfera »- nos encontramos ante un debate moral- político nada marginal. Consultoras multinacionales como Wirthlin Worldwide y Nichols-Dezenhall Communications Management Group sostienen que el principio de precaución representa al mismo tiempo una seria amenaza contra la ciencia rectamente entendida (es decir, entendida como la entienden los grupos de poder: como palanca decisiva para la obtención incontrolada de los mayores beneficios), el comercio mundial, la libertad de los consumidores y el progreso tecnológico. Empero, no sólo el poder multinacional es anti-precaución. Riechmann nos indica que en un artículo publicado por Henry I. Miller y Gregory Conko en la revista científica Nature biotechnology (19 abril 2001, pp.302-303) se sostiene que este principio, que para los autores no es sólo antitecnológico sino liberticida, trata acerca de cómo un minoritario y, por supuesto, violento grupo de radicales trasnochados quiere imponer su irracional forma de vida al resto de los pobladores de nuestro descuidado planeta.
Pero, ¿en qué consiste este principio de precaución que tanta alarma causa entre instancias del poder económico y científico- tecnológico? Si desde un enfoque productivista desaforado resulta comercializable cualquier producto mientras no se demuestre positivamente su nocividad (y «demostrar» aquí suele significar la quimera de una demostración sin duda concebible), desde la óptica de los defensores de este principio moral-político «sólo deberían comercializarse productos de los que sepamos, con razonable certeza (no con una imposible certidumbre total), que no son nocivos» (p.8). Sólo en las situaciones en las que no dispusiéramos de alternativas, sería aceptable la distribución de productos potencialmente peligrosos siempre y cuando la comunidad ciudadana decidiera aceptar los riesgos de su uso.
En el principio de precaución se recogen, además de la introducción y epílogo de Riechmann, seis trabajos centrados en esta importante cuestión: las declaraciones de Wingspread (de enero de 1998) y de Lowell (diciembre de 2001); un excelente trabajo de Joel Tickner, el otro coordinador del volumen; una aportación de Greenpeace sobre el principio y la evaluación de riesgo; un trabajo colectivo sobre el principio en el ámbito de las ciencias ambientales y, finalmente, una propuesta procesual en seis etapas para la aplicación del principio debida a Tickner, Carolyn Raffensperger y Nancy Myers. En la sucinta y excelente aportación «El principio de precaución en las ciencias ambientales» se recogen tres ejemplos ilustrativos -los teléfonos móviles en los aviones, plaguicidas en las escuelas y juguetes de PVC (pp.106-111)- que sin duda no deberían pasar desapercibidos al lector.
Estamos sin duda ante una batalla política de ideas y de hechos de enorme calado. El mismo Riechmann señala una posible estrategia de los grupos multinacionales y de sus intelectuales orgánicos: dado que es demasiado tarde para redefinir el principio de manera favorable a esas corporaciones industriales, los think tanks del capitalismo globalizado posiblemente recomienden adherirse únicamente a un imposible enfoque precautorio totalmente comprobado en los hechos y poner el acento en la distinción entre interpretaciones razonables y lunáticas (esto es, extremistas o radicales en su abyecto lenguaje). Así, pues, se abre una línea de lectura «razonable» del principio acorde con el más irresponsable productivismo al servicio de los grandes poderes y su abultada cuenta de resultados. De nuevo aquí, como en tantas otras ocasiones, vale la pena no olvidar la sentencia del Tentetieso de Alicia a través del espejo: yo, el poder, fijo el verdadero y único sentido de las palabras. Como (casi) siempre, de nosotros depende que esta sentencia ‘irrefutable’ de los poderes sea falsada. Hay urgencia en ello, porque de lo que se trata no es de detener el bienestar de todos los humanes -y «todos» debería remitir a todos- sino de evitar riesgos suicidas, nunca voluntariamente contraídos por las poblaciones afectadas.
Salvador López Arnal