Qué nos llevamos a la boca, en qué condiciones y con qué repercusiones sobre el medio ambiente y la sociedad? Hoy nos inquietan las “vacas locas”, pero antes tuvimos el síndrome del aceite de colza tóxico, los “pollos a la dioxina”, los restos de plaguicidas en los alimentos y el agua potable, los disruptores endocrinos, las controversias sobre los transgénicos... Las amenazas y los desastres sanitarios relacionados con la alimentación han sensibilizado progresivamente a los consumidores y consumidoras europeos y han ido elevando sus exigencias en lo relativo a seguridad alimentaria, que en los últimos años se ha convertido en un problema político de primera magnitud.
Pensemos también en la producción agropecuaria “normal”: hortalizas de invernadero en el sureste español, por ejemplo. ¿Qué encontramos? Explotación de jornaleros y jornaleras (inmigrantes las más de las veces) en empleos precarios, peligrosos, sin derechos y mal pagados; la salinización y destrucción de los acuíferos; la contaminación de trabajadores, aguas, suelos y –al final— consumidores con agrotóxicos; el tremendo despilfarro energético... Todo esto son daños exportados y no pagados ni por el productor ni por el consumidor de productos baratos: lo que los economistas llaman externalidades. Costes externos, sociales y ambientales, de enorme cuantía, y sin los cuales la agricultura productivista actual no podría mantenerse.
La crisis de las “vacas locas” ha hecho visibles, para la mayoría de la sociedad, gravísimos problemas a los que ahora hay que hacer frente. El actual modelo agroalimentario es insostenible: impone costes de salud ambiental, salud pública y salud laboral que ni son asumibles ni podemos seguir exportando.
Esto se ha empezado a comprender en Dinamarca o en Alemania, donde se anuncia un cambio de rumbo para ecologizar las prácticas de cultivo y de crianza de ganado. Creemos que ése es el camino que hay que emprender, tanto en nuestro país –que por sus especiales condiciones debería haber sido el primer interesado en promover esa reorientación—.
Nuestro país debería ser el más interesado en esos cambios, no sólo por razones ambientales y de salud, sino también porque sus especiales características podrían ofrecer caminos muy interesantes, incluso económicamente, para plantear un modelo agropecuario más integrado, ecológico y generador de un mayor empleo y de más calidad.